rostros en rastra

a Rebeca 

Somos rostros en tránsito. Las circunstancias nos arrastran. El gesto de la angustia, la desesperación, la prisa; rasgos en el amontonado rostro; huellas que deja el acontecer en la ciudad; expresiones que uno mira al subirse al metro y vive hombro con hombro; uno se codea con el espíritu del pasajero vecino y los que te rodean, que son como un río que se extiende desde el primer al último vagón.

Rebeca Nava recién llegó a la Ciudad de Mèxico. En un traslado de Balderas a Pino Suárez inmersa en ese río de viva expresión de la condición humana Rebeca mira, observa, contempla; aprehende el mundo con su mirada. Los cientos o miles de rostros aglutinados muy cerca todos de sus ojos. Qué dicen esos rostros en tránsito y aparente quietud. Vamos todos muy quietos en el metro. Mientras éste avanza, se mueve de un punto a otro de la ciudad.

Para una gran mayoría, las rutas siempre son las mismas. El metro es entonces algo casi como respirar. Se experimenta todo con una neutra familiaridad. Ya pocos se asombran de algo. Más intervienen la prisa y los horarios en el orden del pensamiento que darle cabida a juegos de la imaginación.

Los rostros se embarran en la espalda. Se aglutinan obstinados a llegar. Un vagón apenas como una lata de productos vivos. En flujo rápido el rostro se demora en interminables preocupaciones. Uno no puede más que permanecer quieto pues todo movimiento resulta dificultoso. La espalda se embarra, ya lo dijimos. Los rostros son muchos. La respiración se conjuga entre humaredas de vendedores ambulantes. Todos están hartos. Nada quieren saber que no sea cómo llegar más rápido.

Pero cómo, si en esta atmósfera se respira más que perfumes baratos y olores que la ciudad impregna en los cuerpos. Esos que se pegan. Que el ánimo les cuelga en la mirada, como cansada ojera que cae como otro día más echado sobre la espalda. Respiramos a los otros. Nos desenvolvemos cercanos a sus contornos. La compañía involuntaria es la premisa de todo pasajero. Aquel que lleva en la espalda el peso de sus días y el rostro de los otros; la mirada oblicua del que acosa, de la señora curiosa, del pederasta, del onanista.

El ojo es el protagonista en cada vagón. Es el ojo el que se posa de uno en uno y de todos a todos con minuciosa suspicacia de desconocido afán. Todos somos parte de este juego. Todos somos la novela que transcurre en cada línea: desde la uno a la nueve. El metro es la circulación sanguínea de la ciudad. Es la importancia vital de capitales humanos, como algunos le llaman. Nuestro rostro mismo chupa el rostro de los otros. Adopta rasgos que la prisa impone. Cada mueca, cada pequeña contorsión de los gestos faciales es la fiel expresión de un sentimiento.

Y allá va Rebeca. Su mirada pertrechada en el anonimato que la ciudad nos extiende a todos. Es una garantía que ofrece sus libertades a los voyeurs y a los que se valen de la mirada como quehacer antropológico. Rebeca clava su mirada, tan silenciosa como todo observador. Nada pasa sin que ella lo vea. El niño, la anciana, el punk y el metalero; el ciego, el intelectual, el hippie; todo un mosaico de rostros y adornos sobre el cuerpo. Cada quien con su talismán, con un libro que leer, con un pendiente atorado en los párpados, con un ansia de algo invisible.

¿De qué se trata todo esto? ¿A dónde vamos con tanta prisa? ¿A dónde nos lleva este desmadre? ¿Quién mueve los hilos de este carrusel que somos? ¿De qué sirvieron los consejos, las buenas intenciones? Si nada gana uno en esta selva donde, de antemano, cualquier posibilidad está perdida. Perdida, como hormiga que ha perdido su hormiguero.

Para qué el café de la mañana, el inútil cigarro apresurado. Si todo estímulo es fugaz entre estas paredes en que has desgastado el pensamiento y tu energía ilusa. Pero te obstinas, caminas hacia donde debes ir y no llegar tarde. Pero tarde para quién, si todos te cerrarán las puertas al final. Como las puertas del metro, las irreversibles puertas que te aplastan y son sólo entradas y salidas ya trazadas.

El metro avanza, sin embargo. Y allá vas, allá vamos, allá va Rebeca también que mira desconfigurada tanta realidad. Esa que se te embarra en tus secas pieles, en tus chupadas esperanzas que prometes alimentar sacando ánimos de ti mismo. Porque nadie te dirá nada, nadie dará monedas ni extenderá la mano para que te levantes. Desgarradora velocidad. Maldita prisa culpable. Sueño vano por llegar a alguna parte donde estés contigo. Infinito tren que te arrastra, que te mueve como bola de billar golpeada por otra bola. Cronometrada también. Como saberse muerto al arrancar otra hoja más al calendario. Ese que te recuerda tu diminuto aniquilamiento, tu cotidiana muerte y anhelo de librarla algún día.

El metro avanza, las puertas se cierran, muchos se han quedado fuera; y adentro, adentro de todos los vagones, los rostros se pliegan en las espaldas aledañas; a las encorvadas espaldas que a todo pasajero pesan. Imposible dar un salto, un brinco que te lleve a vagones más tranquilos. Tendrás que rifártelas con todas tus fuerzas y cuidar que no te tumben los demás. Los otros. Los muchos otros que jamás conocerás salvo superficialmente. Cuando más, el gesto, la cicatriz, la mueca, los trazos que el concreto bien atina a incrustar en la cara de tus entrañas.

Nuestros rostros son la manifestación primera de nuestra propia condición de humanos hastiados. Es nuestro rostro nuestro grito de inconformidad. Somos el dibujo de un monstruo: la ciudad. Somos el retrato de la esquizofrenia que amenaza. El poema de un dios malintencionado. Somos novela, siempre abierta. Entre todos nos estamos escribiendo. Vano intento de dar forma a la vida, a ésta que nadie vive verdaderamente.

Qué soledad la nuestra. Tan imposible. Tan incompresible. Soledad embarrada en la corva de las espaldas. Rostros que nos acompañan en la inmutabilidad de su desgracia. Rostros hostiles por principio, por norma, por mera urbanidad. Eso somos.

No hay cabida aquí para la armonía. Ni en la música ambulante puede uno distinguirla pues es sólo y nada más una mercancía puesta a tu objeto de deseo: tu felicidad. Es música para que bailes, la que ofrecen milenarios mercaderes, vendedores del goce efímero como ese pedazo de canción interrumpida en un disco de trescientos temas que nunca habrás de escuchar todo. Diez pesos le cuesta, diez pesos le vale, dicen incesantes coros que no terminan de convencerte. Un retazo de canción te zumba en los oídos y te reconoces en lo fragmentario de todo afán, de toda tu persona. Eres fragmento tú también. Interrumpido canto. Armonía cercenada. Habrá que inventarse uno mismo, seguir adelante donde no hay promesa de nada.

¿Cuánta bruma de confusión alcanzas a respirar donde los pulmones no dan para más? Cuánta sutil barbarie nos rodea. ¿Cuánto falta para llegar a la estación esperanza? Qué estùpido regocijo puede distraernos en estas cárceles alumbradas y laberínticas. Si la sonrisa sólo nos brota por compasión, por falsa solidaridad. Si uno sonríe es por humildad, o por sacar al rostro de su acostumbrado letargo. Risas no correspondidas, ridículos guiños que uno hace y no consigue respuesta alguna que no sea la indiferencia.

¿Por qué, pese a todo, amamos este desmadre? ¿De qué se trata todo esto?, repito. Pero allá vas, allá vamos; allá va Rebeca en aquel vagón incógnito que la lleva por la ciudad-selva que la recibe con toda la contundencia de sentirse confundida. Habrá que ponerse las pilas, mantener los ojos bien abiertos. Rebeca baja y se adentra en el tumulto. La lentitud de su mirada contrasta con todas la prisas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario